Opinion_Alonso

“EL DENTISTA MEXICANO Y EL PRESIDENTE PERUANO”, Ramón Galindo

“EL DENTISTA MEXICANO Y EL PRESIDENTE PERUANO”.

 Y con esto poco a poco, en este primer domingo de agosto, con motivo del reciente viaje del Rey a Perú, vengo a recordar una vieja anécdota que me sucedió en EE.UU que de alguna manera intentaré enlazar para darle un significado contextual con la actualidad y que resumo:

  Estando en Sarasota (Florida), y por un fuerte dolor de muelas no tuve más remedio que acudir a un dentista y por aquello de entendernos mejor, elegí a un galeno mexicano. Durante su intervención, el Dr. D. Antonio Gutierrez que así se llamaba el gachó, al oírme hablar y conocer mi nacionalidad, mientras me intervino y abusando de mi inmovilidad bucal, no cejó  de hablar de las tropelías que cometieron los conquistadores españoles en México, y entre jeringuillazo, golpe de alicate, aspirador quirúrgico y taladro; mi boca con tanto aparato era incapaz de dar una respuesta adecuada ¡Pero amigo mío! Una vez conseguí enjuagarme -y aún con el moflete más hinchado que el de la Ministra de Defensa cuando se enteró de que Hacienda y la fiscalía van detrás de ella por un porrón de millones en extraño paradero fiscal-, medio dormido, y con voz aún acorchada y gangosa por el efecto de la anestesia le espeté al sacamuelas: 

-Mire usted Doc, Sr. Gutiérrez, con ese apellido, sus ojos claros, su más de metro sesenta y cinco y su pelo castaño, no tiene usted pinta de Azteca ni de Maya, hágaselo mirar bien no vaya a ser el diablo que uno de esos españoles que violaron a las indígenas y robaron todo el oro y la plata de su país hubiera sido su propio tatarabuelo, que el mío se quedó en España.

 Ya sé que el protocolo lo impide, pero algo así le debería haber contestado (al menos seguro que lo pensó) S.M. El Rey Felipe VI al nuevo y ridículo Presidente del Perú en su toma de posesión, a Pedro Castillo, -que por cierto es de raza mestiza- y su absurdo y tres o cuatro tallas más grande sombrero chotano, más propio de un cowboy, que de un “medio-Quechua” y que no tuvo la buena educación de quitárselo estando a cubierto. 

 Castillo que juró su cargo en español, con chaqueta tipo liqui-liqui, camisa estilo Mao y pantalón, todo ello con botones y cremalleras, y ¡hasta quizá llevara calzoncillos! Pero si de verdad hubiera querido honrar aludiendo con su indumentaria a los antepasados aimaras, quechuas, jíbaros y demás tribus que se comían entre ellos y cometían voraces atrocidades hasta que la Armada de Castilla arribó por aquellas latitudes y Francisco Pizarro les explicó que eso de comerse las entrañas de sus vecinos no estaba bien visto, aunque ello le costara la vida al feroz y descalzo Atahualpa, -que según cuenta la leyenda llevaba fuego en las pestañas-. 
 Pues como iba diciendo, Castillo en vez de chaqueta y pantalón debería de haber llevado taparrabos y un penacho de plumas en la cabeza en vez de sombrero. Por supuesto debería haber acudido a dicho evento a pie en vez de en helicóptero y automóvil, o montado en una llama, ni siquiera a caballo como pretendía acudir a votar, pues aquellos a los que tanto quiere honrar aún no conocían la rueda ni el caballo, y desde que aquellas tribus descubrieron que el  jinete se separaba del equino, lo consideraron como un símbolo mas de la Conquista Española. 

  Y D. Felipe, -como yo al Doctor Gutiérrez- le debería haber recordado a D. Pedro su mezcla de sangre española a pesar de su achaparrado aspecto, pues también hay españoles y suramericanos bajitos como Jorge Javier Vázquez y Messi, y que los Borbones nada tienen que ver con Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, por lo que muy probablemente un fera un “tatatarabuelo” de D. Pedro, apellidado Castillo, el que puso allí su semilla para que él hoy pueda haber jurado en castellano, -por cierto esto de jurar es una costumbre muy católica- calzado con zapatos y calcetines, la presidencia de un país civilizado y no de una masa de jungla habitada por indígenas canibales, que vaya usted a saber cómo trataban a sus mujeres y cual era su esperanza de vida. 

¡Pero en fin! Así es este país, que excepto raras excepciones, incluso afamados comunicadores tienen que morirse como Dña. Menchu, para que sus opiniones puedan salir a la luz.

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