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¿Veraneante, turista o viajero?

La postal era la quintaesencia del veraneante, del turista o del viajero. Una foto y unas letras. “Pasándolo divinamente. Besos. Juan”. Cuatro palabras y una foto. Un selfi añejo impreso en cartón con una playa, un paisaje agreste o una catedral. Nada más concentrado. La postal era el entusiasmo de estar fuera, el deseo de contarlo a los más queridos, la foto en cartulina, ese paleoinstagram sin postureo. Empujar esa postal en el buzón de aquel pueblo de vacaciones, echarla al mar de la vida en larga singladura.

Esta semana languidece el verano agosteño. ¿Eres veraneante, turista o viajero? No son en modo alguno sinónimos. El veraneante suele repetir el ciclo, acude a sus raíces, a la tierra de sus padres (patria), a su pueblo, o está simplemente enamorado de un rincón quizá azarosamente descubierto, lo cual repite desde hace décadas en cada estío para solazarse, pasear, mirar, y charlar con su Chanquete particular. Llevamos ya más de cuarenta años viendo cómo reponen la serie Verano Azul; hace pocas semanas un progrecolumnista de El País escribía su filípica titulando en su columna que había que abrir el melón de Verano Azul, y destruir el mito porque afirmaba que la celebérrima serie televisiva era facha (sic). Imagínense el sufrimiento estival que tiene cada año (¡y van cuarenta y dos!) tal columnista con la cíclica reposición televisiva de la pandilla de niños y adolescentes veraneantes en Nerja, junto a la peligrosa pintora Julia y al jubilado Chanquete; sin duda toda una agresión sociológica, al no tener mínimo un par de miembres LGTBQWXYZ en la serie, o tener que seguir contemplando cómo Piraña engulle hidratos de carbono a pesar de su sobrepeso. Mensajes intolerablemente nada queer y repugnantemente desactualizados, de perspectiva indudablemente fachofranquista. Veraneantes que veranean en familia. Un horror.

Turismo, tourism, viajar por placer.  En el siglo XVIII algunos nobles europeos realizaban viajes a París y otras ciudades; lo llamaron Grand Tour y se realizaban también para formación de jóvenes. Era un turismo de enseñanza y en todo caso reservado a la clase alta, turismo para pocos.  Pero el turismo se ha democratizado y de qué modo. Desde unos años a esta parte, ha aparecido un fenómeno, que es la desconfianza hacia el turista, o más bien la franca animadversión. “Guiris go home”. La mayor facilidad para viajar, los apartamentos turísticos baratos favorecen la masificación. No me atrevo a plantear soluciones. Los alicantinos dicen que su tierra es la millor terreta del món. No podemos querer ser los número uno y luego pedir tranquilidad monacal. Parte del conflicto con el turismo está, pienso yo, en que anhelamos una razonable dosis de tranquilidad para disfrutar. Ver turistas y viajeros incomoda, pero debería poder compaginarse y limitar con tolerancia; todos somos forasteros alguna vez y hemos agradecido la hospitalidad.

La distinción entre turista y viajero es un clásico. El turista mira de manera impersonal, asiste a curiosidades geográficas o artísticas que quizá confunde, empachado. El turista tiene esa connotación de grupo organizado, low-cost, itinerario encorsetado y visitas masificadas. ¿Avalancha de turistas y ausencia de viajeros? Tal vez.

“Los turistas son los otros”, a nosotros nos gusta -permítaseme la ironía- considerarnos distinguidos viajeros, frente a los turistas masificados. En el prólogo de Desvío a Trieste, Javier Jiménez afirma: “Todos los letraheridos nos las damos de viajeros y evitamos que nos confundan con un turista más”. El viajero olisquea, curiosea, aprehende, como si tomara notas, sintiéndose una especie de Julio Camba que quisiera escribir su crónica viajera personal.

El poeta Pedro Salinas, gran viajero, se refirió a tres grados de turismo: «ver» (sin voluntad); «mirar» (con elección y actividad) y «contemplar» (voluntad de penetrar con el alma lo que se ve y así apoderarse de lo observado). Apoderarse de lo observado requiere un grado de sosiego, de perspectiva, interacción y digestión; es otro ‘tempo’ turístico.

Un libro breve y sustancioso donde algunos niños aprendimos redacción y dictados (ya no sé si se utiliza en los progrenuevos planes de estudio) era Viaje a la Alcarria, un delicioso Cela juvenil y diáfano que tiene su aventura y comienza muy temprano antes de que amanezca: “El viajero tiene su filosofía de andar, piensa que siempre, todo lo que surge, es lo mejor que puede acontecer. Se va mejor a pie, andando por el medio de la calle, oyendo cómo rebota sobre las casas el sonar de la clavazón del calzado. Las casas tienen las ventanas cerradas y las persianas bajas. Detrás de los cristales —¡quién lo sabe! — duermen su maldición o su bienaventuranza los hombres y las mujeres de la ciudad.”

Leer un libro es una manera de viajar, una alternativa para veranear y ser viajero, un turismo exento de masificaciones. Viajen pues a la Alcarria o a Trieste, por ejemplo, leyendo.

Juan M. Uriarte

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